En Salamanca, en el año 1939, hay dos mujeres tramitando su ingreso en un convento: la una en las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús; la otra en el de Carmelitas Descalzas.
María, murciana, conserva la belleza clásica de las españolas del sur: morena, ojos oscuros de mirar profundo y sonrisa franca que deja deslucir el fondo de un espíritu resuelto, comunicativo y acogedor que atrae de inmediato la simpatía de cuantos la conocen.
Conservará toda su vida estos aspectos, más suavizados aún en su ancianidad… De pequeña estatura, salud delicada; decidida; ha madurado en poco tiempo y el Señor la ha fortalecido en el dolor, al ver matar a su marido en la plenitud de la vida, allá en Murcia, donde tan felices habían sido. Siente en su alma la impaciencia, el ansia de entregarse al que en adelante será su Único y Gran Amor.
Amalia, unos años más joven que la murciana, es santanderina. En su cuerpo frágil y menudo encierra un recio espíritu de castellana vieja. Es rubia, de ojos azules; su rostro refleja la transparencia de su alma. Algo más retraída, tiene sin embargo también una sonrisa alegre y comunicativa.
Desde pequeña soñó con entregarse a Dios en la vida religiosa, preparándose para ello en un hogar en que la piedad se vivía como algo connatural. Pero su falta de salud le había impedido realizar sus sueños, por ello vino a reponerse a Salamanca, después de las penurias pasadas en Santander durante la guerra civil. Sin olvidar, sin embargo, algo que es para ella una obsesión desde muy joven: encontrar una congregación religiosa que se dedicara a evangelizar y promocionar a las gentes de los pueblos y aldeas, tan abandonados en aquellos tiempos.
Era también característico su absoluto abandono en las manos de Dios, fiándose enteramente en su Divina Providencia en todos los momentos de su vida.
A ese abandono correspondió Dios con una felicidad sin límites, demostrando así que no se deja vencer en generosidad.